Don Miguel y sus dos jóvenes hijos, tras descender del autobús de segunda clase que les condujera a la zona arqueológica, permanecieron largo rato en silencio, contemplando con la vista fija a la mayor de las pirámides, cuya colosal figura dominaba el paisaje. Después, al percatarse de que aún faltaba un buen rato para que el sol llegase a la mitad de su diario camino, se dirigieron a un cercano puesto de refrescos.
Mientras bebía lentamente su refresco, la mirada de don Miguel se posó en el calendario que colgaba descuidadamente de una de las paredes del local donde se encontraba. La fecha de aquel día aparecía subrayada con lápiz rojo: 21 de marzo de 1948.
Un estremecimiento casi imperceptible, pero que ponía de manifiesto la profunda tensión que le dominaba, se reflejó por unos instantes en el rostro habitualmente inescrutable del Supremo Guardián de la Tradición Náhuatl. Hacía ya más de cuatro siglos que los escasos mexicanos que habían logrado mantenerse en vela mientras el país dormía aguardaban, ansiosos, la llegada de esa fecha. A la memoria de don Miguel acudió el recuerdo de las últimas palabras de su padre, pronunciadas poco antes de su muerte:
—In ilhuitl, tolhuih, tehuatzin tiquittaz, tinemi.
(El día, nuestro día, tu si lo veras, lo vivirás).
(El día, nuestro día, tu si lo veras, lo vivirás).
Una vez ingeridos sus refrescos los integrantes del trio se encaminaron en línea recta hacia la Pirámide Mayor, llamada del Sol. Nada en su aspecto exterior revelaba en ellos algo fuera de lo común. Su atavió era el usual entre campesinos de modesta condición que habitan en la región central de la Republica Mexicana. Sin embargo, cualquier atento observador no habría dejado de percatarse del vigoroso dinamismo que los caminantes revelaban en cada uno de sus movimientos. El ritmo de su marcha era semejante al que adquieren, tras de un largo entrenamiento, los integrantes de ejércitos altamente poderosos y disciplinados.
Los abundantes montones de basura, al igual que los desvencijados puestos de comida y baratijas colocados sin orden ni concierto por entre las ruinas, atestiguaban la escasa importancia que los habitantes del país otorgaban a la que fuera antaño ejemplar modelo de ciudad sagrada.
Sin vacilación alguna, don Miguel y sus acompañantes llegaron hasta la base de la escalinata en la fachada principal de la Pirámide del Sol. Ellos eran los auténticos herederos de la última de las grandes culturas surgidas en México y, por tanto, en aquella trascendental ocasión les correspondía efectuar el ascenso por el lugar de honor.
Tras observar el sol y de advertir que éste se encontraba exactamente en el centro del cielo, los tres comenzaron a subir lentamente, uno a uno los peldaños que conducían a lo alto del monumento. Acababan de iniciar su ascenso, cuando percibieron el súbito despertar de la poderosa energía almacenada en la pirámide. Una especie de extraña vibración, cuyos efectos resultaban casi imperceptibles a simple vista, pero de una fuerza tal que iba tornando difícil sostener el equilibrio, comenzó a dejarse sentir en toda la vasta estructura de la milenaria construcción.
Los escasos turistas que en esos momentos se encontraban en lo alto de la pirámide se apresuraban a tratar de bajar lo antes posible, así tuvieran que emplear manos y pies para lograr su empeño. Se escucharon asustadas voces en ingles y algunos gritos femeninos. Al parecer los turistas juzgaban que un terremoto era el causante de aquellas inusitadas vibraciones, que a cada momento iban cobrando mayor intensidad.
Don Miguel sonrió complacido. La rápida reacción de la pirámide constituía una evidencia segura de que en aquellos instantes otros Auténticos Mexicanos ascendían por los cuatro costados de gigantesco monumento, pues tan solo la presencia de seres dotados de un elevado desarrollo espiritual —a los que antaño se denominaba Caballeros Águilas— podía explicar el hecho de que la pirámide hubiese despertado de su letargo de siglos y estuviese pronta a cumplir la elevada misión para la que había sido creada: transmitir a la Tierra las más poderosas energías existentes en el Universo.
El pequeño grupo había cubierto ya más de la mitad de su recorrido hacia la cumbre, cuando las vibraciones incrementaron considerablemente su potencia. Toda la pirámide semejaba una especie de inmensa campana estremeciéndose al impacto de rítmicos y fuertes golpes.
Al proseguir su ascenso, don Miguel se dio cuenta de que la creciente fuerza de las vibraciones estaba convirtiéndose en un obstáculo insuperable para la subida de sus hijos. Estos jadeaban de continuo y sus rostros denotaban el enorme esfuerzo que estaban realizando, Sus contraídas facciones eran idénticas a las de aquellos que escalan una alta montaña y se ven privados del oxígeno necesario para el adecuado funcionamiento de sus pulmones. Con ademanes que ponían de manifiesto la derrota y frustración que les dominaba, interrumpieron simultáneamente su ascenso.
Un sentimiento de profunda angustia se adueño del animo del Supremo Guardián de la Tradición Náhuatl. La posibilidad de llegar a la cúspide y de encontrarse solo en ella le resultaba aterradora, pues si así sucedía, cuatro milenios tendrían que transcurrir para que volviesen a darse condiciones cósmicas tan favorables como las que existían aquel día. Desde lo más profundo de su ser, rogó al cielo que al menos tres de las personas que subían por los otros costados lograsen llegar hasta la cúspide.
La Pirámide del Sol era ahora —igual que en sus mejores tiempos— un firme lazo de comunicación entre el Cosmos y la Tierra. Al comenzar a fluir por su conducto energías llegadas de lo alto, cesaron bruscamente las vibraciones que momentos antes la sacudían. Todo el enorme monumento adquirió de pronto una extraña tensión de indescriptible intensidad. Los pasos de don Miguel se hicieron lentos y pesados. La tensión era de tal grado, que el legitimo sucesor de los constructores de la pirámide llegó a temer le resultase imposible proseguir su avance, pues el espacio mismo parecía haberse transformado en un impenetrable solido.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano, don Miguel logro recorrer el último trecho que le separaba de la cumbre. No llego solo, provenientes de las restantes caras de la pirámide arribaron junto con él tres personas más. Los rostros de los recién llegados revelaban la intensa preocupaci6n que les dominaba. Era evidente que habían padecido por igual al suponer quo nadie más lograría subir hasta aquel sitio.
Sin proferir aún palabra alguna, los cuatro únicos seres sobre la tierra que en estricto derecho podían ostentar el nombre de Mexicanos procedieron a entrecruzar sus brazos y a unir sus manos, Constituyendo así una cadena humana integrada por cuatro diferentes eslabones. Sus facciones no revelaban ya ansiedad alguna, por el contrario, eran la imagen misma de la seguridad y el poderío.
El sol, resplandeciente y vigoroso, figuraba un inmenso depósito de energía cuyo contenido se, estuviese vertiendo a gran prisa sobre los seres que ocupaban la cúspide de la pirámide. Todas las fuerzas que sustentan e impulsan al Cosmos parecían haberse dado cita en aquel pequeño punto del Universo.
En el momento en que la concentración de energía llegó a su máximo, los cuatro integrantes de la cadena humana pronunciaron al unísono, con recio acento, su respectiva palabra: la palabra olmeca, la palabra zapoteca, la palabra maya, la palabra náhuatl.
Un chispazo de poderosa intensidad se produjo por sobre las cuatro cabezas y, al instante, desapareció por complete la anormal tensión que prevalecía en el ambiente, sobreviniendo una calma semejante a la que impera tras de un fuerte ciclón.
Al comprender que habían alcanzado su propósito, los integrantes de la reunión manifestaron en sus semblantes un común sentimiento de satisfacción. Acto seguido, sin intercambiar entre si ningún comentario, empezaron a descender utilizando para ello los diferentes costados del monumento por los que habían llegado.
Mientras se aproximaba al lugar donde le esperaban sus hijos, don Miguel se dio cuenta de que junto a ellos se encontraba otra persona. En vista del escaso tiempo transcurrido a partir del momento en que la pirámide recobrara su cotidiana normalidad, resultaba evidente que aquel sujeto había logrado ascender por ella cuando esta se hallaba en plena actividad, lo cual constituía una hazaña imposible de realizar para cualquiera que no estuviese dotado de facultades fuera de lo común.
Sin apresurar el paso no obstante su creciente curiosidad, el Supremo Guardián de la Tradición Náhuatl observó con reconcentrada atención al inesperado visitante, advirtiendo de inmediato, para colmo de su sorpresa, que no se trataba de un indio: su aspecto físico dejaba ver que pertenecía al nuevo tipo de población que comenzara a surgir en el país cuatro siglos atrás, a resultas de la fusión entre los antiguos habitantes de México y los extranjeros llegados allende el mar.
Los hijos de don Miguel le aguardaban con miradas en las que se leía el desconcierto que les causaba la presencia del extraño, del cual se mantenían deliberadamente aparte, evidenciando así su voluntad de no establecer con el ninguna clase de comunicación.
—Buenos días —saludo el desconocido.
Don Miguel no contesto al saludo, concretándose durante un buen rato en escudriñar con penetrante mirada a la persona que tenia ante si. Se trataba de un hombre joven, poseedor de recia y bien proporcionada figura. En su ovalado rostro resaltaban una nariz aguileña y una mirada que desbordaba curiosidad y entusiasmo. Todas sus facciones denotaban firmeza, pero había algo en ellas que hacia pensar en un trabajo aún no del todo terminado.
—¿Quien es usted? —inquirió don Miguel con acento cortante.
—Soy Uriel —respondió el interrogado, poniendo tal énfasis en la pronunciación de su nombre, que al parecer consideraba que este contenía en si mismo todas las respuestas a las posibles preguntas que sobre su persona pudieran formularle.
—¿Y que es lo que quiere? —interrogó el Depositario de la Cultura Náhuatl.
—¡Quiero ser un Autentico Mexicano!
Las pupilas de don Miguel reflejaron el destello de un relámpago, producto de su asombro. En lo más profundo de su ser comprendió lo que estaba ocurriendo: era el hijo que se presentaba a exigir la herencia que le correspondía. En muchas ocasiones, al advertir el constante incremento de los nuevos habitantes del país, se había preguntado cuanto tiempo faltaría para que alguno de ellos intentase convertirse en un Autentico Mexicano, pero siempre había rechazado la idea de que semejante posibilidad estuviera próxima a cumplirse, estimando que la población no indígena era aun demasiado atolondrada e inmadura. Al percatarse de que había estado equivocado, afirmo con resignado acento:
—¡Sígame!
El interpelado no espero a que le repitiesen dos veces la invitación y de inmediato se unió a la comitiva de don Miguel Al tiempo que descendían por la empinada escalinata, comenzó a formular una retahíla de interrogaciones.
-¿Oiga, que fue realmente lo que ocurrió allá arriba? ¿Como pudieron lograr que se concentrase toda esa energía? ¿Hacia donde la mandaron?
La catarata de preguntas molestó al Supremo Guardián de la Tradición Náhuatl, pues le hizo ver que aquel joven era igual de ignorante que la inmensa mayoría de los habitantes del país, y que por tanto, no sabía nada sobre el funcionamiento de las pirámides y menos aún sobre la enorme trascendencia de ese día. Durante un primer momento optó por guardar silencio, pero luego, al comprender que eran causas muy superiores a su simple voluntad las que habían determinado que tuviese a su cargo la difícil tarea de intentar hacer de ese sujeto un Autentico Mexicano, decidió comenzar dicha labor cuanto antes. No queriendo dar la apariencia de haber accedido a contestar lo que se le preguntaba, don Miguel dirigió primero una amplia mirada a las derruidas construcciones de la ciudad sagrada, y luego, como si hablase más bien con sus invisibles moradores, afirmo con solemne acento:
—El mismo aliento que engendró, que dio sustento al último de los Emperadores, ha descendido otra vez sobre la tierra. El día de hoy ha nacido, una vez más, nuestro señor Cuauhtémoc.”
Tomado de “REGINA: Dos de Octubre no se olvida”
Capítulo I: El aguador derrama su cántaro
Antonio Velasco Piña