“El Potala es como una ciudad que se basta a sí misma y edificada sobre un pequeño monte. Allí se realizan todos los asuntos eclesiásticos y seglares del Tíbet. Este edificio, o grupo de edificios, es el vivo corazón del país, el foco de todas las esperanzas y de todos los pensamientos. Dentro de estos muros hay inmensos tesoros, bloques de oro, sacos y más sacos de piedras preciosas y obras de arte de las épocas más antiguas.
Los edificios actuales sólo cuentan unos trescientos cincuenta años, pero fueron construidos sobre los cimientos de un antiguo palacio. Por entonces había una fortaleza en la cumbre de la montaña. A gran profundidad de esta pequeña montaña, que es de origen volcánico, hay una enorme cueva de la que salen varios pasadizos y al final de uno de ellos se llega a un lago. Sólo unos cuantos, personas muy privilegiadas, han podido entrar allí o conocen su existencia.
ÚLTIMA INICIACIÓN.
Después de haber asistido en varias lamaserías a una media docena de embalsamamientos, me envió a buscar el Abad de Chakpon.
—Amigo mío —me dijo—, por orden directa del Dalai Lama serás iniciado como abad. Como has solicitado, te seguirán llamando «lama», como Mingyar Dondup. Me limito a transmitirte el mensaje del Más Profundo.
Así, en mi calidad de Encarnación Reconocida, tenía de nuevo el status conque abandoné la Tierra unos seiscientos años antes. La Rueda de la Vida había dado una vuelta completa.
Poco después entró en mi habitación un lama anciano y me dijo que debía someterme a la Ceremonia de la Muerte Pequeña.
—Porque sabrás, hijo mío —añadió—, que hasta que hayas pasado por la Puerta de la Muerte y hayas regresado, no podrás saber de verdad que no hay muerte. Tus estudios en el viaje astral te han llevado muy lejos, pero esa nueva experiencia te hará conocer zonas mucho más distantes, más allá de toda conexión con esta vida y penetrarás en el pasado de nuestro país.
El adiestramiento preparatorio era muy difícil y largo. Durante tres meses administraron rigurosamente mi vida.
Unos platos especiales hechos con hierbas de sabor horrible fueron añadidos a mi menú diario. Me insistían en que fijase sólo mis pensamientos en lo puro y santo. ¡Como si hubiera mucho donde elegir en una lamasería!
Incluso la tsampa y el té me eran racionados. Una austeridad rígida, una disciplina aún más estricta y muchas horas de meditación; ésta fue mi vida durante aquellos meses.
Por fin, al cabo de ese tiempo, decidieron los astrólogos que había llegado la hora, pues todos los presagios eran favorables. Pasé veinticuatro horas ayunando hasta que me sentí tan vacío como el tambor de un templo.
Luego me condujeron por los pasadizos secretos que hay debajo del Potala. Descendíamos sin cesar, alumbrados por las antorchas que llevaban los otros, pues yo no podía tener nada en mis manos. Eran los mismos corredores interminables por donde había pasado ya. Por fin llegamos al final y nos encontramos frente a un muro de roca. Entonces giró una entrada secreta y se nos abrió otro pasadizo aún más oscuro y estrecho que olía a aire viciado, incienso y especias. Varios metros más allá nos vimos detenidos por una enorme puerta cubierta de oro que se fue abriendo lentamente, mientras parecía protestar con unos crujidos, que producían repetidos ecos a una gran distancia. Apagaron las antorchas y encendieron las lámparas. Entramos entonces en un templo oculto en un gran espacio abierto en las rocas por la acción volcánica hacía muchísimo tiempo. Estos pasadizos habían conducido en tiempos lava derretida. Ahora unos diminutos seres humanos pasaban por allí creyendo que eran dioses. En fin, me dije que debía concentrarme en la tarea que me esperaba, ya que estaba en el Templo de la Sabiduría Secreta.
Me conducían tres abades. El resto del séquito lamástico había desaparecido en la oscuridad, como se disuelven los recuerdos de un sueño.
Los tres abades, de una edad mu y avanzada, estaban ya como disecados por los años y veían alegremente que se les acercaba la hora de ser llamados a los Campos Celestiales. Aquellos tres ancianos, que eran probablemente los metafísicos más grandes de todo el mundo, estaban dispuestos a iniciarme en los últimos misterios. Cada uno de ellos llevaba en la mano derecha una lámpara y en la izquierda una gruesa barra de incienso encendida.
Hacía un frío muy intenso, un extraño frío que no parecía de este mundo.
El silencio era profundo y los débiles sonidos que se percibían sólo servían para acentuar aún más ese ominoso silencio. Nuestras botas de fieltro no dejaban huellas; parecíamos fantasmas deslizándonos. Las túnicas de brocado de color de azafrán de los abades producían un leve roce. Horrorizado, sentía cosquillas y sacudidas. Me relucían las manos como si me hubieran añadido una nueva aura. Vi que los abades también relucían. Y que la extremada sequedad de aquella atmósfera y la fricción de nuestras telas habían engendrado una carga estática de electricidad. Un abad me entregó una varilla de oro y murmuró:
—Ten esta varilla en la mano izquierda y pásala por la pared conforme vayas andando. Así no sentirás molestia alguna.
Seguí sus instrucciones, pero recibí una descarga de electricidad que casi me hizo dar un salto. Poco después ya no sentí ninguna molestia.
Una tras otra se fueron encendiendo las lamparillas. Era como si se encendiesen solas, pues no vi que nadie lo hiciera. Al aumentar la temblona luz amarillenta, vi unas gigantescas figuras cubiertas de oro, algunas de ellas medio enterradas en montones de piedras preciosas. Un Buda emergía de las tinieblas tan enorme que la luz no le llegaba más arriba de la cintura.
También fueron apareciendo otras formas confusamente: imágenes de diablos, representaciones de los deseos y de las pruebas que ha de sufrir el hombre antes de lograr convertirse en sí mismo.
Nos acercamos a un muro sobre el cual aparecía pintada una Rueda de la Vida de cerca de cinco metros de diámetro. La vacilante luz la hacía parecer como si girase y también daban vueltas mis sentidos al ver aquello.
Seguimos avanzando hasta que creí inevitable que tropezásemos con la pared de roca. El Abad que me conducía desapareció y lo que me parecía una oscura pared era en realidad una puerta oculta. Por allí se entraba a un camino que descendía continuamente: un empinado y estrecho camino, muy tortuoso, cuya oscuridad se intensificaba aún más por contraste con la débil luz de las lámparas que llevaban los abades. Seguíamos caminando a tropezones y resbalábamos con frecuencia. El aire era casi irrespirable y yo tenía la impresión de que todo el peso de la tierra presionaba sobre nosotros. Era como si estuviésemos penetrando en el corazón del mundo. Después de doblar un último recodo del tortuoso pasadizo, se abrió ante nuestros ojos una caverna de roca veteada de oro. Una capa de roca, una capa de oro, una capa de roca, y así sucesivamente. A enorme altura brillaba el oro como estrellas en una noche tenebrosa y la tenue luz de nuestras lámparas producía allá arriba vivos reflejos.
En el centro de la caverna había una casa negra y brillante, como hecha de ébano pulimentado. Por sus paredes se veían extraños símbolos y diagramas como los que yo había visto en los muros del túnel del lago. Nos dirigimos hacia la casa y penetramos por una puerta muy alta y ancha. Dentro había tres ataúdes de piedra negra con curiosas inscripciones y grabados.
No tenían tapas. Miré dentro y al ver su contenido contuve la respiración y estuve a punto de desmayarme.
—Míralos, hijo mío —exclamó el Abad que nos dirigía—. Eran dioses de nuestro país en los tiempos anteriores a la «llegada de las montañas».
Recorrieron el Tíbet cuando los mares bañaban nuestras costas y cuando en el cielo había estrellas diferentes. Míralos, hijo mío, porque solamente los iniciados han podido verlos. Volví a mirar, fascinado. Tres figuras de oro desnudas yacían ante nosotros: dos hombres y una mujer. En el oro estaban reproducidos con absoluta fidelidad todos los detalles del cuerpo humano. Pero ¡qué tamaño! La mujer tendría unos tres metros de longitud allí tendida, y el mayor de los dos hombres no tendría menos de cuatro metros y medio. Eran de cabezas grandes y algo cónicas por arriba, de mandíbulas estrechas y con una boca pequeña y de labios finos, de nariz larga y fina, ojos rectos —no oblicuos, como los de los orientales— y muy hundidos. En nada parecían estar muertos. Eran como seres humanos que durmiesen. Nos movíamos con muchísimo cuidado y hablábamos en voz extremadamente baja, temiendo despertarlos.
Vi a un lado la tapa de uno de los ataúdes; en ella aparecía grabado un mapa del firmamento, pero las estrellas tenían un aspecto rarísimo. Mis estudios de astrología me habían familiarizado con el aspecto del cielo nocturno y lo que estaba viendo era completamente distinto.
El decano de los abades se volvió hacia mí y me explicó:
—Estás a punto de convertirte en Iniciado y con ello podrás ver el Pasado y el Futuro. Pero tendrás que hacer un gran esfuerzo final. A muchos les ha costado la vida y otros muchos han tenido que abandonar la tarea.
Pero nadie puede salir de aquí vivo si no triunfa. ¿Estás preparado? Y ¿deseas verdaderamente someterte a la gran prueba final?
Dije que estaba dispuesto y con gran deseo de hacerlo. Entonces me condujeron a una losa de piedra situada entre dos de los sepulcros. Obedeciendo sus indicaciones me senté en la actitud del loto con las piernas cruzadas, el torso erguido y las palmas de las manos hacia arriba. Encendieron cuatro barras de incienso, una por cada sepulcro y la cuarta para mi losa. Los abades tomaron cada uno una lámpara y se marcharon en fila. Al cerrarse la pesada puerta negra me quedé solo con los tres dioses antiquísimos. Pasaba el tiempo mientras yo meditaba sentado en mi losa de piedra. La lámpara que me habían dejado chisporroteaba y acabó apagándose. Durante unos momentos siguió rojizo el pabilo y sentí un olor de tela quemada, y luego también este punto luminoso se apagó.
Me tumbé de espaldas en mi losa e hice los ejercicios especiales de respiración que me habían enseñado durante tantos años. Las tinieblas y el silencio eran oprimentes. Bien se puede decir que era el silencio de la tumba.
De pronto se puso mi cuerpo rígido, cataléptico. Los miembros se me fueron durmiendo y los invadió poco a poco un frío helado. Tenía la sensación de estarme muriendo. Sí, muriéndome en aquella tumba de hacía tantos siglos. A más de ciento treinta metros bajo la superficie. Sentí una violenta sacudida en el interior de mi cuerpo y la impresión inaudita de un extraño roce y crujidos como si estuvieran desdoblando y desenrollando cuero muy viejo. Paulatinamente fue llenándose la tumba de una luminosidad azul pálida como la de la luz de la Luna en un alto desfiladero. Sentí como un balanceo, un movimiento de elevación y descenso. Por unos instantes pude imaginarme que me hallaba volando una vez más en una cometa o tirando de ella desde abajo y que subía y bajaba por la fuerza del aire. Entonces comprendí que efectivamente estaba flotando por encima de mi cuerpo carnal. Y precisamente cuando pude darme cuenta de lo que me ocurría, empecé a moverme inconfundiblemente: ascendía como una nubecilla de humo. Por encima de mí veía una deslumbrante claridad, algo así como una taza de oro iluminada por dentro. De mi cintura colgaba un cordón de Plata azulada que latía y relucía lleno de vitalidad. Miré hacia abajo y vi mi cuerpo tendido. Yacía como un cadáver más.
Aparte del tamaño y del oro, poca diferencia había entre mi cuerpo y los de los tres dioses que tenía junto a mí. Era una experiencia absorbente. Pensé en las mezquinas preocupaciones de la humanidad actual y me pregunté cómo podrían explicarse los materialistas la presencia de estas inmensas figuras.
Pero de pronto me di cuenta de que algo obstaculizaba mis pensamientos.
Tenía la sensación de no estar ya solo. Me llegaban trozos de conversación y fragmentos de pensamientos ajenos. Por mi visión mental empezaban a pasar como fulgurantes ramalazos ciertas imágenes. A gran distancia, alguien parecía estar tocando una enorme campana de profundos tonos.
Este sonido se fue acercando rápidamente hasta que por fin fue como si estallara dentro de mi cabeza y vi gotitas de luz de colores y ráfagas de matices desconocidos hasta entonces para mí. Mi cuerpo astral era arrastrado de un lado para otro como una hoja por un vendaval. Sentí unas punzadas de dolor como si me pincharan con hierro al rojo vivo. Me sentía solo, abandonado, una insignificante partícula de un implacable universo. Descendió hacia mí una densa capa de niebla y con ella me envolvió una calma que no era de este mundo.
Poco a poco se desvanecieron las tinieblas que me envolvían. No sé de dónde me llegaba el rugir del mar y el silbante ruido de los guijarros al ser arrastrados por las olas. Aspiraba el aire salino y percibía perfectamente el olor penetrante de las algas. Era una escena familiar: me tumbé boca arriba sobre la cálida arena y estuve contemplando las copas de las palmeras. Pero algo había en mí que seguía recordándome que nunca había visto el mar y que ni siquiera había oído nunca hablar de las palmeras. De un cercano bosquecillo me llegaban unas voces rientes, voces cada vez más fuertes, porque eran las de un feliz grupo de personas muy bronceadas por el sol que se me acercaban. ¡Gigantes! ¡Todos ellos eran gigantess!. Miré hacia abajo y vi que también yo era un gigante. Las impresiones se acumulaban en mi campo de percepción astral: hace innumerables siglos la Tierra giraba más cerca del Sol y en la dirección contraria a la de ahora. Los días eran más breves y más cálidos. Surgieron formidables civilizaciones y los hombres sabían más que ahora. De los espacios celestiales llegó un planeta errante, que chocó con la Tierra. Y la Tierra salió de su órbita y empezó a girar en la dirección contraria. Se levantaron los vientos que agitaron las aguas, las cuales inundaron la Tierra y hubo diluvios universales. Espantosos terremotos sacudieron el mundo. Unos países se sumergieron y otros emergieron. Las tierras cálidas y agradables que constituían el Tíbet perdieron sus magníficas playas y se elevaron, como disparadas, a un promedio de tres mil metros sobre el nivel del mar. Y sobre este territorio crecieron inmensas montañas que escupían ardiente lava. En las zonas más altas siguió floreciendo la fauna y la flora de aquel mundo desaparecido, pero éste es un tema que sobrepasa los límites de un libro, y una parte de mi «iniciación astral» es demasiado secreta y sagrada para que me atreva a publicarla.
Poco tiempo después sentí que las visiones se iban oscureciendo y borrando.
Gradualmente fui perdiendo la consciencia astral y la física. Más tarde experimenté la desagradable sensación del frío, pero se trataba ya de un frío normal, de un frío de este mundo, el que puede sentirse cuando se lleva mucho tiempo tendido sobre una losa bajo la helada oscuridad de una bóveda. En mi cerebro oía estos pensamientos: —Sí, ya ha vuelto a nosotros. ¡Vamos en seguida! Pasaron unos minutos y vi que se iluminaba débilmente la tumba.
Eran las lámparas de los tres viejísimos abades. —Te has portado muy bien, hijo mío —me dijo el que los dirigía—.
Te has pasado aquí tres días. Ahora ya lo sabes todo. Has muerto y has vivido. Con gran dificultad me incorporé y logré por fin ponerme en pie. Me tambaleaba de debilidad y hambre. Salimos de esta cámara funeraria que nunca habría de olvidar y respiramos por fin el aire más puro de los otros pasadizos. Sentía un hambre extremada, y entre ella y las portentosas experiencias que había vivido, estaba a punto de desmayarme. Pero tardé poco en comer y beber hasta hartarme y aquella noche cuando me acosté tuve la convicción de que pronto debería abandonar el Tíbet y marchar a países extranjeros como estaba predicho. A los países que se me figuraban entonces tan extraños. ¡Ahora puedo decir que eran y son mucho más extraños de lo que pude imaginar!”
"El tercer ojo"; Capítulo Decimoséptimo. Última Iniciación: Lobsang Rampa
El Potala, Teotihuacan, Gizah, algunas de las principales maquinas sagradas, puntas sagradas donde por medio de las cámaras Ge, los cuerpos de Luz - Ka - de Buda, de Quetzalcoatl, de Atum-Ra, en fin de los maestros de Luz de nivel crístico de todas las tradiciones sagradas pueden traerse de regreso a la Tierra.
“... entenderán una vez más, por que los antepasados consideraban la pirámide como el portal hacia las estrellas y como la forma a través de la cual las inteligencias estelares vienen a servir a la creación humana. Una vez más el hombre entenderá como las geometrías de la pirámide conjugan el espacio, el tiempo y la materia para formar el foco ideal para la transmisión de energía estelar.”
“Las claves de Enoc”; J. J. Hurtak , Clave 104:8
“... Cristo fue traído al planeta en Teotihuacan mientras su cuerpo físico nació en Palestina. Su cuerpo de luz -ka- fue implantado en Teotihuacan donde muchosrepresentantes estelares podían trabajar con el mientras entretejía las nueve dimensiones en el campo planetario. De hecho Cristo apareció en cada una de las nueve dimensiones de la Tierra; su implantación en México tenía la forma de la octava dimensión, el aspecto que trabaja en las dimensiones galácticas. ...
El reino telúrico 2D conecta a 3D con el cristal de hierro en el templo de cinco cámaras que hay bajo la pirámide del Sol -construido originalmente en 23614 a.C. A esta cámara/cueva se le llama 'Ge' y corresponde a la cámara subterranea de la Grán Pirámide de Egipto. ...
Para todo el hemisferio occidental el eje vertical de las nueve dimensiones comienza en 'Ge', en la cámara debajo de Teotihuacan; dentro de estas cámaras se adaptan el tiempo y el espacio lineal. Los guardianes arquetípicos 4D se reunen en el centro de estas cuevas y las cinco dimensiones superiores están focalizadas en el centro de la Pirámide del Sol ...”
“Cosmología Pleyadiana”: Barbara Hand Clow